A lo largo de los últimos siglos, ha sido la clase social lo que ha estado definiendo la manera de ser social de las personas y las comunidades. Era la clase social, en la que por nacimiento se hallaba cada persona, la que establecía los límites y posibilidades de lo que las personas podían hacer en la vida. Unas clases sociales estaban rígidamente establecidas y separadas, que condicionaban de manera clara e inexorable las trayectorias vitales. Unas clases sociales que se fundaban sobre los privilegios, los recursos que los acompañaban y el poder derivado de ellos. Las cosas comienzan a cambiar aproximadamente en el último tercio del siglo XX y por efecto de un conjunto muy amplio de factores, entre los que podemos citar, por ejemplo, la globalización, la integración de la tecnología en la vida cotidiana y la incorporación de las mujeres al mundo del trabajo y de los derechos. Las sociedades se hacen complejas, eso significa entre muchas otras cosas, que la separación entre las antiguas clases sociales se permeabiliza, que ya ni las trayectorias de vida ni las relaciones entre las personas, las comunidades y las instituciones están tan rígidamente marcadas como lo estaban en la antigüedad. Y aparecen, por último, toda una serie de factores, de elementos nuevos que desmontan y ponen en cuestión la estructura tradicional de la sociedad. La sociedad deja de ser una estructura integrada y, de hecho, hay autores que hablan de la muerte de la sociedad y que ya no podemos hablar de la sociedad como un ente único. A partir de ese momento, los diferentes autores van destacando o hablando de diferentes tipos de sociedades en función de rasgos específicos que caracterizan una determinada manera de ser social. Elementos como el consumo, el riesgo global, el cambio climático, la creciente desigualdad entre las personas, la aceleración social, tecnológica y de los ritmos de vida, la incerteza y la inestabilidad laboral y vital, la necesidad imperiosa de ser productivo, algo que está absolutamente integrado en las nuevas formas de vivir, y por último y entre otros factores, el atrincheramiento de las élites y determinados grupos que no están dispuestos de ninguna manera, ni a compartir ni a perder sus privilegios. Todos estos factores dibujan unas sociedades actuales en las que no se sabe muy bien qué significa ser social ni hacia dónde se proyectan las relaciones interpersonales, sociales y comunitarias. Claro, esto es algo complicado, esto es algo complejo, esto es algo problemático para los educadores y educadoras sociales. ¿Cómo educar para lo social cuando no sabemos exactamente qué significa ser social en nuestro tiempo? Ese es el gran interrogante que los educadores y educadoras sociales tienen que responder en nuestro tiempo. Para responderlo, a día de hoy no disponemos de demasiados referentes o herramientas. De hecho, me atrevería a decir que la única herramienta, el único referente confiable, son los derechos humanos, unos derechos humanos desoccidentalizados, como plantea, por ejemplo, de Sousa Santos. Los educadores y educadoras sociales somos profesionales de los derechos humanos. Ellos nos van a ayudar, nos van a guiar, nos van a posibilitar y nos van a limitar las acciones y las relaciones y, por último, también las prácticas.