Ningún joven debería dejar su formación de forma prematura, sin unos mínimos reconocibles socialmente como válidos y que le sirvan para alcanzar niveles de empleabilidad suficientes. Así, los momentos más delicados suceden cuando se producen las transiciones educativas, sobre todo en entornos sociales y familiares desfavorables. En estos casos suelen aparecer trastornos propios de la precariedad continuada. El joven tiene tendencia a desvincularse de los sistemas educativos estándares que no le dan respuesta y la brecha social se hereda. Es por ello que es necesario pensar en iniciativas nuevas, proactivas, que eviten el temido abandono prematuro. Definir abandono prematuro ayudaría a evitarlo, diferentes sistemas educativos no nos lo ponen fácil, pero podríamos consensuar que es la situación en la que gran parte de los jóvenes se ven inmersos al no alcanzar unos estudios que les permitan obtener aprendizajes competenciales cercanos, a poder desarrollar una vida laboral digna. Así, podríamos convenir que los estudios profesionales o instrumentales que se realizan hasta los 18 años, en muchos casos no obligatorios, serían un buen punto de partida. Los estudios profesionales completados pueden lanzar a los jóvenes a un mercado laboral en condiciones de igual a igual con el mundo empresarial y empoderarlos a un proyecto de formación a lo largo de la vida. Y, por otro lado, los estudios instrumentales más genéricos dotan a los jóvenes de competencia social de nivel y, por supuesto, la capacidad de emprender estudios superiores. Queda claro entonces, que formaciones de bajo nivel o incompletas pueden provocar precariedad, desmotivación, falta de empoderamiento y, a la sociedad en general, la falta de recursos humanos capacitados profesionalmente. Es gravísimo. Quizás, algunas pequeñas pautas a seguir nos podrían ayudar a prevenir esta lacra. Primero, la gran, ya nombrada, orientación. En un mundo cambiante como nunca, casi nadie se atreve a predecir qué competencias profesionales serán necesarias en los próximos 15, 20 años. Así, difícilmente debemos centrarnos en el contenido del qué aprender y, por el contrario, nos tendremos que centrar en el sobre qué aprender. Debemos conocer cuáles son los intereses del joven, a nivel del entorno profesional, sin definir aún el cómo llegaré o el qué tengo que estudiar. Debemos saber cuál es la vocación o vocaciones, dónde creo que me sentiré más a gusto. Por ejemplo, un joven de carácter extrovertido, empático, sistemático y ordenado, seguro que podría ser un buen comercial. Pero sí, el joven primero tiene que conocer y sentir que hará un buen papel en su entorno concreto, como podría ser el entorno de la automoción, la industria alimentaria o la banca, donde desarrollará esta vocación comercial. Primero debo saber qué tengo o quiero hacer y, luego, cómo lo consigo. De hecho, muchas familias orientan hacia unos estudios que supuestamente tendrán futuro y que en realidad no se concreta en el sector diana. Insisto, para un joven ese futuro incierto puede no ser prioritario. En definitiva, debemos saber en qué ámbito o ámbitos nos asociamos, como por ejemplo en el sanitario, en el deportivo, en humanístico o en social, y en qué sector nos vemos ubicados. Es a partir de ese momento, y relacionando con el nivel de estudios que el joven tenga y sus ganas de aprender estudios profesionalizadores, cuando debe decidir qué y dónde estudiar. Por ejemplo, puedes estudiar cocina a nivel de auxiliar, a nivel técnico o a nivel superior. En cualquier caso, el momento de tomar la decisión es crítico. Demasiados jóvenes toman las decisiones en el último momento y de forma poco meditada. Así, de forma óptima, esta decisión debe realizarse de forma consensuada entre el joven, su unidad de convivencia y un equipo de orientación bien informado. El joven debe conocer todas las posibilidades y, si es factible, las haya experimentado en talleres, visitas o experiencias. El entorno familiar debe ser valiente y apreciar que una persona aprende más y mejor si está haciendo algo que le guste, aunque no sea brillante, y más que un alumno brillante que hace algo que no le gusta. Y por último, el mundo académico tiene un nivel de responsabilidad máximo. A un joven puede que su familia le falle, pero la escuela no le puede fallar. En los centros todo el mundo es profesional y las contingencias deben estar previstas. Así, si todo lo anterior falla y se debe identificar quién y cómo aplicarán medidas compensatorias para sostener una formación sin abandonarla. Tradicionalmente, son las familias quienes aplican estas medidas a base de dedicar tiempo y dinero, clases particulares, ayudas en casa para realizar tareas, seguimiento intensivo, controles emocionales y empoderamiento, etcétera. Pero si el entorno familiar falla, los profesionales de la educación deben ser los encargados de compensar este vacío. Y por último, hay que tener preparadas pasarelas, planes B, reorientaciones, segundas oportunidades y positivar supuestos fracasos para convertirlos en experiencias de éxito en caso de abandono. Para conseguirlo, los planes de seguimiento universales son imprescindibles. Para acabar, cualquier medida compensatoria ha de ir más allá de la simple formación, debe tener presente el soporte emocional del joven, pero eso, eso es otra historia.